La situación actual de nuestro país, azotado por las medidas de ajuste económico y los escándalos de corrupción de nuestros electos dirigentes, ha hecho que el término “descontento social” se haya incorporado a la retórica habitual de los medios de comunicación. Tal y como lo hizo la palabra crisis en su día, el discurso ha traspasado el papel y las pantallas, y se ha incorporado a nuestra vida diaria; estamos descontentos, desencantados y desmotivados, y existe una sensación colectiva, y en la enfermería, entre el desamparo y la injusticia.

Pero el descontento social no es una nueva realidad; la percepción de necesidades insatisfechas y la sensación de injusticia es una constante que siempre ha estado latente en nuestra sociedad. ¿Qué originó si no, en los años 70 y 80, el movimiento sindical, la lucha de clases y la reivindicación de unos mínimos de “vida digna”?

Pues unos ciudadanos descontentos, que desde esa sensación de injusticia decidieron organizarse para resolver esa situación desde la acción colectiva. En los 90, y durante la primera década del siglo XXI, lo que ha ido cambiando son los motivos de descontento conforme a ese umbral de satisfacción que se asocia a la vida digna según el contexto socio-cultural y político del país; por ejemplo, del techo para vivir pasamos al hogar con comodidades, bien comunicado, con acceso a todos los servicios, un lugar seguro, etc.

Arrastrados en esta inercia hacia la conquista de nuevas cotas de bienestar, nos asomamos confiados, a la segunda década del siglo XXI. Aquellas teorías que todos creímos acerca de que un país y su sociedad, una vez alcanzadas ciertas cotas de desarrollo económico y social, avanzaría más segura, sería más igualitaria y la justicia, la democracia y la libertad se configurarían como sus pilares fundamentales e incuestionables, se derrumbaron. La gente se queda sin hogar y sin empleo, aumenta la pobreza y la marginación, y las políticas de ajuste económico recortan directamente en prestaciones fundamentales en sanidad y educación.

A la enfermería, como colectivo, nos ha pasado exactamente igual. Todos los hitos alcanzados que presuponíamos intocables, sin posibilidad de regresión, han sido también derrumbados. Desde la pérdida económica con bajadas salariares o la retirada de paga extra, hasta cuestionar la estabilidad de una plaza fija en propiedad. Ese horizonte profesional de disfrute de las cotas alcanzadas de desarrollo académico y laboral en años anteriores han sido derrumbadas.

Así, inmersos en este devenir, nos hemos dejado arrastrar casi por inercia al descontento generalizado y la sensación de injusticia y desamparo, dando por sentado que esto es lo que nos toca vivir. Nos hemos acomodado en la queja, refugiado en la rutina y hemos adecuado nuestro umbral de satisfacción profesional (ése desde donde se genera el descontento para la acción) al mínimo nivel, amparándonos en un “si total, da igual; harán con nosotros lo que quieran”.

Y no es cierto; los retos son nuevos, nadie los esperaba, pero ni la falta de previsión ni la incertidumbre nos pueden bloquear para articular una forma de resolverlo. La enfermería tendrá que aprender las nuevas reglas, habrá que innovar en las propuestas y diseñar una estrategia pero, sobre todo, habrá que trabajar desde la unión del colectivo para visibilizarnos como una gran fuerza, y no como un colectivo vulnerable. Pero para esto, lo primero, es un cambio radical de actitud; creernos, que no somos el problema, sino que somos la clave para la solución. Construyamos el futuro desde esta convicción.